Cuantas veces en mi infancia escuché esa reprimenda al abrir la boca para satisfacer esa pulsión tan imperiosa y ancestral como lo es el bostezo. Y todavía hoy, en ocasiones me encuentro haciendo un gran esfuerzo para reprimir un gran bostezo delante de otras personas… aunque confieso que cuando estoy sola le doy curso a plenitud, me estiro y a continuación me siento mejor.
Y es que el bostezo se puede modular pero no evitar. Es una conducta muy extendida en el reino animal, que se ha mantenido evolutivamente durante millones de años. Al parecer, todos los vertebrados bostezan, pero sólo en los primates se torna en un acto “contagioso”.
El bostezo es una inspiración amplia, lenta y profunda que se realiza con la boca muy abierta. En un lapso de 5 a 10 segundos, se abre la mandíbula, se contraen los músculos de la faringe, laringe, la cara, el cuello y el diafragma; las vías aéreas superiores se expanden hasta 4 veces el diámetro habitual; los párpados se cierran y se estira el cuello y el tronco. En el momento de máxima expansión del tórax, hay un arresto respiratorio breve y sobreviene la espiración: Se relajan todos los músculos, se cierra la boca, se abren los ojos, y puede haber una tenue vocalización. En los humanos, se asocia al estiramiento de las extremidades y el tronco, a lo que se llama pandiculación, sinónimo de desperezarse.
Es un comportamiento estereotipado, imperativo, que se puede modular, pero no evitar. En los humanos, aparece en el contexto de somnolencia, aburrimiento, acciones monótonas, hambre e incluso ansiedad. El ecosonograma tridimensional nos ha permitido penetrar la intimidad del útero grávido y grabar testimonios sorprendentes del bostezo en los fetos. Los bebés bostezan mucho más que los adultos, en promedio unas 25 veces por día. A medida que el bebé crece y el sueño se acorta, va disminuyendo su frecuencia y ya las personas mayores bostezan muy poco.
El bostezo irrumpe como una respuesta innata del organismo a un estímulo interno, que emerge en los estados de transición de ritmos biológicos atávicos, como el de sueño y la vigilia, el hambre y la saciedad y los ciclos reproductivos. En relación al sueño, por ejemplo, el acto de bostezar ayuda a restaurar el nivel de vigilia o a combatir un adormecimiento inapropiado. El bostezo anticipa la ingesta de comida. El hambre, el ayuno y la hipoglicemia, así como una comida muy copiosa generan bostezo. El bostezo está asociado también a la ansiedad; en estas circunstancias el bostezo libera un estado emocional y contrarresta el estrés.
La investigación sistemática sobre el bostezo data de tiempo reciente. Se han delineado las zonas cerebrales involucradas siendo el hipotálamo y el tallo cerebral su asiento fundamental. Es a partir del tercer mes de vida intrauterina, cuando se desarrolla el tronco cerebral y el hipotálamo, que el feto es capaz de succionar, deglutir y bostezar. Las estructuras superiores del sistema límbico regulan la aparición del bostezo asociado a las emociones, y la neocorteza, que se desarrolla en los primates, es el origen de la replicación del comportamiento o su contagio. Algunos investigadores califican este fenómeno como una “empatía involuntaria” que permite la sincronización de los estados de vigilia entre los individuos. En apoyo a esta hipótesis, el investigador Steven Platek de la Universidad de Drexel, Filadelfia, ha mostrado que las personalidades empáticas son más sensibles al contagio del bostezo, mientras que aquellas personas que les es difícil decodificar emociones, son pobremente contagiadas. De manera que esta forma instintiva de empatía se insertó tardíamente con el desarrollo de la corteza cerebral de los homínidos.
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